En un pueblo que nunca existió, compré un armario de una madera que inventé. Allí, uno a uno dejé guardados los besos y abrazos que venían en grandes cuotas, los ahorré por así decirlo.
Por momentos use algunos, no lo niego. Pero no los derroché. Los exprimí y los emplee de sabia manera y aunque tenía algunos encima, calentitos, recién dados, decidía llevarme otros para gozar de la dicha de poder sentirme querido.
Como en las finanzas, los ciclos del querer tienen altas y bajas y últimamente he tenido que vivir de mis ahorros.
Día a día saco del mueble imaginario algún abrazo amistoso y por ahí algún beso robado, concensuado. También en días festivos, me llevo un beso pícaro y confidente y en días grises, me excedo y saco dos abrazos, una caricia en mi cuello y por qué no también un te quiero.
Por Santos Grande (seudónimo)