Por Eugenio Jacquemain
“Mañana prepárate que vamos a pescar al frigorífico”, decía mi padre. Esa simple frase movía dentro mío una infinidad de sensaciones. Él trabajaba en los ferryboat en Islas del Ibicuy y venía a casa cada 20 días. Allí trabajaba en la sala de máquinas de esas imponentes masas de hierro que recorrían las aguas del sur de la provincia, llevando y trayendo columnas de vagones desde Buenos Aires.
Un día de pesca era tener a mi padre conmigo a solas, me convertía por unas horas en el marinero principal de una barca capitaneada por alguien que admiraba, que arrojaba el “robador” como nadie para enganchar del lomo algún sábalo de los tantos que abundaban en nuestro río.
Los últimos metros hasta el lugar donde íbamos a fondear la canoa, me tocaban recorrerlos remo en mano. Mis pequeñas manos de aquel entonces se convertían en fuertes tenazas que aprisionaban los extremos de esas maderas que terminaban en el oro extremo, con forma de paleta.
“No mires hacia atrás, rema firme que yo te guío”, repetía con voz fuerte mi padre. La ansiedad me vencía, quería ver ese edificio gigante que reinaba en la costa, ese enorme caño del cual salían los desechos de la matanza de decenas de animales y que atraían a una variedad increíble de peces de nuestro río. Seguramente, la inexperiencia en el remado y mi corta edad habrán influido en el tiempo de llegada. La línea recta hasta la zona del frigorífico se transformaba en un zigzagueo hasta el lugar elegido por mi padre, el capitán de la nave.
Hoy, muchos años después, debemos mirar el mismo edificio desde otra perspectiva, ya no como un pescador ávido de batir un récord frente a una enorme edificación, sino como un cazador de historias, tal vez con la esperanza de que el edificio pueda hablarnos y contarnos su propia experiencia: la historia de su vida y la historia de ese monstruo industrial –lo fundamental– no solo en nuestra ciudad, sino en gran parte de nuestro país. Queríamos escuchar la historia del edificio en sí, preguntarle por su transformación hasta llegar a lo que es hoy, de esas postales en blanco y negro que ahora están plagadas de colores y una realidad diferente.
Basta con pasar la mano por sus paredes, o empezar a caminar por sus pasillos y laberintos, para que nuestro querido frigorífico empiece a contarnos su historia. Una historia llena de anécdotas hilarantes y tristes que se relacionan con la naturaleza humana, tanto como con los altibajos económicos de nuestro país y nuestra sociedad.
El túnel del tiempo nos deposita en 2023 y nada está como era entonces. Los gigantescos playones que habitaban empleados de la enorme fábrica hoy se mimetizan en un enorme y moderno estadio de vóley. Ya los ruidos de las maquinarias no se escuchan, el quejido de los animales camino al matadero tampoco. Todo –sonidos, olores, contextos– es diferente a lo que ocurría hace decenas de años.
Si algún obrero de aquella época despertara de un largo sueño y volviera hoy a trabajar, caería de espaldas. Frente a él, en lugar del muelle con barcos enormes, de corrales y mangas repletas de hacienda, de guardapolvos blancos, habría un paisaje diferente.
Ahora, incluso los días laborables, los otrora playones de gimnasia, hoy inmensos espacios verdes arbolados, se nutren de lugareños y turistas, jóvenes practicando deportes, familias mateando en cómodos bancos o sobre el muelle, estudiantes ofreciendo tortas y pasteles para financiar un viaje con esos recursos, un hermoso Mercado Municipal de características muy modernas, donde podemos encontrar diversos productos orgánicos y artesanías que provienen de cooperativas de trabajadores, y cerquita de esos locales, un hermoso local, con espacio cerrado y al aire libre, que nos permite disfrutar en un hermoso contexto, el sabor de alguna delicia gastronómica, una fresca bebida o un buen café invernal.
El Frigorífico de la ciudad era la principal industria de aquella época, generó hasta un barrio de trabajadores en el Gualeguaychú de aquel entonces. Luego los vaivenes económicos, los nuevos parámetros en la economía internacional y otros factores, lo fueron horadando hasta que se apagó la última de sus maquinarias. Las exportaciones que partían de sus propios muelles, la moderna planta de cornead beef, los cortes vacunos, comenzaban el sueño eterno del cual no despertarían jamás. Sin embargo, el espíritu de cada una de esas acciones, tareas, sucesos que daban vida a la industria, se encuentra presente en cada actividad que se realiza en el predio
El Frigorífico Gualeguaychú dio vida a una ciudad, dio vida al Barrio de Pueblo Nuevo, es tan nuestro como la costanera o el puente naranja, su silbato anunciaba el ingreso de los trabajadores o la llegada del año nuevo. Por un tiempo, el gigante estuvo dormido, deshabitado, abandonado. Un día, el Estado municipal tomó la decisión de devolverle a la ciudad algo que era de cada uno de sus habitantes y hoy vuelve a generar trabajo e ingresos a muchos gualeguaychuenses, vuelve a ser parte nuestra. Nuestra responsabilidad es apropiarnos de este espacio público recuperado, un espacio que no es sólo físico, sino también cultural, histórico y social de Gualeguaychú.